martes, 12 de octubre de 2010

Una vez, ese pelo.

El viento era fuerte, muy fuerte. No caminaba en la misma dirección que yo. Yo elegía ir, él elegía venir. Me pegaba fuerte en la cara como si no me conociera, como si nunca hubiese estado allí, parado frente a él, disfrutando de su brisa, de sus caricias.
Entonces ahora me pegaba en la cara y estiraba mi ropa hacía él. Quería desarmarme, romperme, deshacerme.
Yo apenas habría los ojos e intentaba caminar más rápido, pero él todavía seguía allí, él estaba en todos lados donde yo. Entonces paré la marcha y observé.
Observé primero esa vereda llena de piedras intactas que soportaban mi peso; a mi derecha, una plana y curvada avenida me separaba de una silenciosa ciudad muerta; a la izquierda una gastada baranda y un poco de arena más abajo, me separaban de ese estrepitoso río que peleaba con el viento, pero perdía siempre y volvía a chocar contra la arena húmeda. Mas allá la nada. Mas acá también.
Pero frente a mi y a lo lejos estaba ella, radiante e inexpresiva. Su belleza era natural, ella no tenía nada de ganas de serlo. No sonreía nunca, jamás. El viento aumentaba, junté fuerzas y caminé de nuevo hacía ella, contra el viento. Él la amaba, la deseaba, yo también lo hacía.

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